sábado, 9 de febrero de 2013

No había sitio para dos "James Stewart" en Hollywood




Hollywood es así de exclusivo. Resulta que entre las estrellas cinematográficas de los años 50 y 60 había dos actores de éxito con el mismo nombre, y cuando ese nombre es el de James Stewa...rt, la coincidencia se convierte en un problema. El primero es el que todos conocemos y que realmente se llamaba así: James Maitland Stewart. El fue "El hombre que mató a Liberty Balance", "Que bello es vivir", "Historias de Filadelfia", "El bazar de las sorpresas" y muchísimas otras maravillas que llevan su sello. Con el tiempo llegó a Hollywood otro James, en este caso James Leblanche Stewart, venido desde el Reino Unido. Pero como quiera que el primero ya era una estrella y no estaba dispuesto a dejar de aparecer por la pantalla, al segundo, aunque empezó a rodar, manteniendo su nombre, en el Reino Unido, una vez que empezó a despuntar, no le quedó más remedio que cambiárselo y quedarse con el definitivo de Stewart Granger, por mucho que sus amigos fuera de los rodajes le siguieran llamando Jimmy. Con ese nombre nos regaló sensacionales películas de aventuras como: "Los contrabandistas de Moonfleet", "El prisionero de Zenda", "Las minas del rey Salomon" o la sensacional "Scaramouche".

En la foto  de abajo podemos ver a Stewart Granger con Grace Kelly en Fuego Verde, rodada en 1954, el mismo año en el que la delicada Kelly rodó con el otro Stewart la sensacional "La ventana indiscreta", foto superior, donde aparecían igual de acaramelados...

Mempis Slim: Everyday I have the blues



Menphis Slim es sin duda uno de los grandes nombres del blues, un músico realmente versátil que abordaba prácticamente todos los campos de su obra. Era un pianista de primera y un buen cantante, con un depurado estilo, que podríamos decir no era tan intenso y profundo como el de otros grandes cantantes de blues pero que resultaba suficientemente convincente. Era además uno de los compositores más logrados de este estilo y escribió la mayoría de sus temas, incluido su tan versionado y famoso "Every Day I Have The Blues" que os dejo más abajo.

Su nombre real era John Len Chatman y nació en 1915 en la ciudad de Memphis (Tennessee - EEUU). Comenzó tocando en los bares, cafeterías y otros escenarios de su propia ciudad lo que le forjó una rápida carrera. Pronto viajaría a Chicago donde trabajaría con Big Bill Bronzy y grabaría sus primeros discos. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial se decidió a formar su propio grupo: los House Rockers y con ellos siguió grabando discos para diferentes compañías, hasta llegar a la "Miracle" con la que grabaría los sensacionales "Messin' around" de 1948 y "Blue and lonesome" en 1949.

En 1962, fue uno de los participantes del American Folk Blues Festival y la experiencia fue tan gratificante, que como otros músicos de color que eran casi ciudadanos de segunda en su propio país, se quedó ya en Paris hasta su muerte que se produjo en 1988.
 
Videos:
 
1.- Everyday I have the blues
 
 
2.- The Blues is everywhere
 
 
3.- Y un conciertazo de Memphis Slim con Sonny Boy Williamson
 

Michel Foucault.- sobre la verdad y el poder


“Lo importante, creo, es que la verdad no está fuera del poder, ni sin poder (…). La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general de la verdad”: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdadero”

Foucault, M. (1992): Verdad y Poder, Entrevista con M. Fontana en Rev. L’Arc, nº 70 especial, págs. 16-26, en Foucault, M.: Microfísica del Poder, Madrid, La Piqueta. (p. 187)



“Como ven, en todo esto –ya sea el mercado, lo confesional, la institución psiquiátrica, la prisión-, en todos estos casos, se trata de abordar desde diferentes ópticas una historia de la verdad o, mejor dicho, abordar una historia de la verdad que estaría unida, desde el origen, a una historia del derecho. (…) Historia de la verdad no entendida, desde luego, en el sentido de una reconstitución de la génesis de lo verdadero a través de los errores eliminados o rectificados; una historia de la verdad que no sería tampoco la constitución de una serie de racionalidades históricamente sucesivas ni establecida por la rectificación o la eliminación de ideologías. Esa historia de la verdad tampoco sería la descripción de sistemas de verdad insulares y autónomos. Se trataría de la genealogía de regímenes veridiccionales, vale decir, del análisis de la constitución de cierto derecho a la verdad a partir de una situación de derecho, donde la relación derecho y verdad encontraría su manifestación privilegiada en el discurso, el discurso en que se formula el derecho y lo que puede ser verdadero o falso; el régimen de veridicción, en efecto, no es una ley determinada de la verdad, sino el conjunto de las reglas que permiten, con respecto a un discurso dado, establecer cuáles son los enunciados que podrán caracterizarse en él como verdaderos o falsos.” P. 53

“(…) el problema es poner de relieve las condiciones que debieron cumplirse para poder pronunciar sobre la locura –pero sería lo mismo sobre la delincuencia, y sería lo mismo sobre el sexo- los discursos que pueden ser verdaderos o falsos según las reglas correspondientes a la medicina, a la confesión o a la psicología, poco importa, o al psicoanálisis.” P. 54/55


Foucault, M. (2004): Nacimiento de la Biopolítica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, Clase del 17 de enero de 1979.



Imagen: Gilbert Garcin

Ken Kesey.- Alguien voló sobre el nido del cuco





"En la Casilla de cristal, la Gran Enfermera ha abierto un paquete con remitente extranjero y está aspirando con jeringas hipodérmicas el líquido verde lechoso que venía en las ampollas del paquete. Una de las enfermeras menores, una joven con un ojo bizco que siempre mira ansioso por encima de su hombro mientras el otro prosigue con sus funciones habituales, coge la bandejita con las jeringas llenas, pero aún no se las lleva.
— ¿Qué opina usted del nuevo paciente, señorita Ratched? Quiero decir, que es guapo y simpático y todo eso, pero en mi modesta opinión, desde luego sabe imponerse.
La Gran Enfermera prueba una aguja en la yema de su dedo.
—Me temo —clava la aguja en el tapón de goma de la ampolla y tira del émbolo—, que eso es exactamente lo que piensa hacer el nuevo paciente: imponerse. Es lo que solemos llamar un «manipulador», señorita Flinn, un hombre que se aprovecha de todo y de todos para sus propios fines.
—Oh. Pero. Bueno, ¿en un hospital psiquiátrico? ¿Con qué objeto?
—Cualquiera. —Está serena, sonriente, absorta en la tarea de cargar las jeringuillas—. Comodidad y una buena vida, por ejemplo; una sensación de poder y de respeto, tal vez; ventajas pecuniarias, a lo mejor todo al mismo tiempo. A veces lo único que se propone un manipulador es simplemente desorganizar la galería por el puro gusto de hacerlo. Existen personas así en nuestra sociedad. Un manipulador puede influir a los demás pacientes y perturbarlos hasta el punto de que tal vez se requieran meses para que todo vuelva a marchar bien. Con la filosofía permisiva que hoy en día prevalece en los hospitales mentales, les cuesta poco conseguir lo que se proponen. Años atrás todo era muy distinto. Recuerdo que hace unos años tuvimos en la galería a un tal señor Taber, un intolerable manipulador. Al principio.
Alza la vista de su trabajo, y ante su cara, sostiene una jeringa a medio llenar, como si fuese una varita mágica. Se le va la mirada, perdida en el agradable recuerdo.


—El sei-ñor Tay-lor —dice.
—Pero, oiga —dice la otra enfermera—, ¿qué interés puede tener alguien en desorganizar la galería, señorita Ratched? ¿Cuál podría ser realmente el motivo...?
Interrumpe a la pequeña enfermera y clava otra vez la aguja en el tapón de goma de la ampolla, llena la jeringa, la sacude y la coloca en la bandeja. Observo cómo tiende la mano para coger otra jeringa vacía, cómo apunta, planea sobre el blanco, cae.
—Señorita Flinn, parece olvidar que ésta es una institución para locos.
La Gran Enfermera tiene tendencia a alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo, tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».
Bajo su mando, el Interior de la galería está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a someter.
Y la he visto perfeccionarse más y más con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto, así aprendí cómo funcionan estas cosas.
Sus fantasías ahí en el centro de esos hilos la llevan a un mundo de precisión, de eficiencia y de orden semejante a un reloj de bolsillo con el dorso transparente; a un lugar donde sea imposible no respetar el horario y en el cual todos los pacientes que no están en el Exterior, obedientes bajo su fulgor, son Crónicos rodantes con catéteres que conectan directamente la pernera de cada pantalón con la cloaca que corre bajo el suelo. Año tras año ha ido acumulando su equipo ideal: médicos, de todo tipo y edad, han venido y se han enfrentado a ella con ideas propias sobre la manera de dirigir una galería, algunos con coraje suficiente para defender sus ideas, y ella ha fijado su mirada de hielo seco en esos médicos, un día y otro, hasta que han emprendido la retirada con escalofríos muy poco naturales. «La verdad es que no sé qué me pasa», le han dicho al encargado del personal. «Desde que empecé a trabajar en esa galería con esa mujer siento como si tuviera amoníaco en las venas. No paro de temblar, mis hijos no quieren sentarse en mis rodillas, mi mujer no quiere acostarse conmigo. Exijo que me trasladen... al rincón de neurología, al depósito de borrachos, a pediatría, ¡tanto me da!»
Lleva años haciendo lo mismo. Los médicos duran tres semanas, tres meses. Hasta que por fin se ha quedado con un hombrecillo de ancha frente y de amplios pómulos salientes, y con una arruga entre los diminutos ojillos, como si en alguna ocasión hubiera usado unas gafas demasiado pequeñas, y durante tanto tiempo que le hundieron la cara en el medio; y, por ello, ahora lleva las gafas atadas con una cinta a un botón; las gafas se balancean sobre el puente rojizo de su naricilla y no paran de resbalar hacia uno u otro lado, de modo que mientras habla siempre está balanceando la cabeza para mantenerlas en equilibrio. Ése es su médico."

Los Clavos y la puerta - Anónimo


Cuenta la leyenda que hubo una vez un niño que cuando caía preso de su mal genio no reparaba en el daño que pudiera hacer a los demás con sus palabras. Su padre, un viejo sabio, le regaló una caja de clavos y le dijo que desde ese momento y en adelante cada vez que perdiera el control tenía que clavar un clavo en la parte trasera de la puerta, allí donde aparentemente no se ven.
 
El primer día el niño había clavado 37 clavos en la puerta. Durante las siguientes semanas, como había aprendido a controlar su rabia, la cantidad de clavos comenzó a disminuir. Y con los días descubrió que era más fácil controlar su temperamento que clavar los clavos en la puerta.

Finalmente llegó el día en que el niño  pudo controlar su genio durante toda la jornada, y contento de este logro fue a contárselo inmediatamente a su padre, y este sabedor que aún quedaba camino por recorrer le sugirió que por cada día que a partir de entonces pudiera controlar  su genio sacara un clavo de los que antes dejó en la puerta.

Los días transcurrieron y el niño finalmente le pudo contar a su padre que había sacado todos los clavos de la parte trasera de la puerta. Fue entonces cuando su sabio padre le tomó de la mano y lo llevó hasta la puerta y le dijo:

"Haz hecho bien hijo mio, pero mira los huecos que quedaron detrás de la puerta. Ya nunca volverá a ser la misma, aunque por delante pudiera parecerlo. Cuando dices cosas sin razón, preso del mal genio y la rabia, cuando insultas a alguien, tus palabras siempre dejan una cicatriz igual que esas que ves. Le puedes clavar un cuchillo a un hombre y luego sacárselo. Pero no importa cuántas veces le pidas perdón, la herida siempre seguirá ahí”  
 
Una herida verbal es tan dañina como una física.